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Un informe marca un punto de inflexión en el debate de los destilados y deja en evidencia las falencias metodológicas que sustentaron durante años una conclusión errónea
El whisky tiene una graduación alcohólica de 40% del volumen en promedio / Freepik
Durante décadas, buena parte de la población mundial creyó, amparada por titulares periodísticos, refranes populares e incluso recomendaciones médicas, que tomar una o dos copas de vino al día era no solo inofensivo, sino francamente bueno para la salud. La imagen del bebedor moderado como un bon vivant que cuida su corazón, estimula su circulación y alarga sus años, se instaló con fuerza tanto en los discursos científicos como en las sobremesas familiares. En una cultura donde el brindis es sinónimo de celebración y el alcohol circula como un lubricante social aceptado, sugerir lo contrario parecía una herejía. Pero la ciencia, cuando se detiene a revisar sus propios pasos, a veces rectifica el rumbo. Y eso es exactamente lo que acaba de suceder.
Un nuevo análisis, publicado recientemente en la revista científica JAMA Network Open, revisó más de 100 estudios desarrollados a lo largo de cuatro décadas e involucrando a casi cinco millones de adultos, y derribó la idea de que el consumo moderado de alcohol podría tener beneficios para la salud. Lejos de confirmar el mito del vino tinto cardioprotector o de la cerveza saludable al final del día, la revisión apunta a un hallazgo claro: incluso pequeñas cantidades de alcohol pueden aumentar de manera significativa el riesgo de muerte prematura. El informe no fue diseñado para dar recomendaciones sobre cuánto se puede o no beber, sino para corregir errores metodológicos graves que habían contaminado buena parte de la investigación previa. El resultado es demoledor.
Según los nuevos datos, los riesgos para la salud comienzan a incrementarse notablemente a partir de los 25 gramos diarios de alcohol en mujeres, lo que equivale a menos de dos copas de vino o cervezas por día. En los hombres, ese umbral es apenas mayor, con 45 gramos diarios, algo así como tres copas y media. Superadas esas cantidades, el cuerpo comienza a mostrar señales de alerta: aumentan las probabilidades de desarrollar enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de cáncer, patologías hepáticas y trastornos metabólicos. Y más aún: el riesgo de muerte prematura por cualquier causa también crece.
Una de las voces principales detrás de este nuevo análisis es la del científico canadiense Tim Stockwell, del Instituto Canadiense de Investigación sobre el Uso de Sustancias. Stockwell explicó que una de las principales falencias de los estudios anteriores radicaba en el tipo de comparación que se hacía entre personas que bebían y personas que no. En la mayoría de esos estudios, los no bebedores incluían a personas que habían dejado el alcohol por problemas de salud, lo cual distorsionaba completamente los resultados. Al comparar a alguien que dejó de tomar por tener el hígado dañado con alguien que toma una copa de vino todos los días y hace yoga, el resultado parecía favorecer al segundo, aunque el alcohol no tuviera nada que ver con su buen estado físico. “Cuando se compara a este grupo poco saludable con los que siguen bebiendo, hace que los bebedores actuales parezcan más sanos y como si tuvieran una mortalidad más baja”, explica Stockwell.
Toda bebida alcohólica puede producir efectos nocivos para la salud si se ingiere sin moderación / IA
La otra trampa, quizás aún más difícil de desactivar, tiene que ver con los estilos de vida asociados al consumo moderado. Las personas que toman con moderación tienden a tener otros hábitos saludables: comen mejor, hacen más ejercicio, tienen mejores ingresos, mejores trabajos, mejor a los sistemas de salud y educación. Incluso, según datos recopilados en el estudio, suelen tener mejor salud bucal. Es decir, lo que durante años se le atribuyó al alcohol era en realidad el reflejo de un estilo de vida más equilibrado, con privilegios que no tienen nada que ver con la bebida en sí.
El problema con estos estudios es que eran observacionales: podían detectar una asociación, pero no probar una causalidad. Y esa diferencia es clave. Ver que quienes beben poco tienden a vivir más no significa que beban poco porque viven más, o que vivan más porque beben poco. Significa solamente que esas dos variables aparecen juntas. Pero sin un control riguroso de todos los factores que intervienen, la conclusión puede ser engañosa. Y lo fue.
El nuevo informe actúa entonces como un correctivo. No dice que toda bebida ocasional sea mortal ni busca demonizar el alcohol. Lo que hace es poner en cuestión una narrativa que sirvió durante mucho tiempo a los intereses de la industria y que fue replicada incluso por organismos de salud que hoy, frente a esta nueva evidencia, comienzan a replantear sus recomendaciones. Lo que antes se presentaba como un hábito con beneficios comprobados para el corazón, hoy se revela como una idea sostenida en estudios endebles, comparaciones erróneas y un entusiasmo desmedido por encontrar virtudes donde no las hay.
Para un país como Argentina, donde el vino forma parte del patrimonio cultural, donde se crían generaciones con la idea de que una copita al día “es buena”, y donde la industria vitivinícola ha sido históricamente celebrada, este informe no es menor. Cuestiona una práctica naturalizada, pero también instala una discusión incómoda sobre los límites del placer socialmente permitido. ¿Qué hacemos con esta información? ¿Se puede seguir brindando sabiendo que incluso la moderación puede tener un costo?
Nadie discute que el consumo problemático de alcohol es nocivo. Lo que este nuevo estudio pone en tela de juicio es la creencia generalizada de que un consumo leve o moderado no sólo no daña, sino que incluso protege. Esa idea, tan atractiva como errónea, fue una construcción sostenida por la ciencia, pero también por la publicidad, la tradición y las ganas colectivas de encontrar una justificación para seguir haciendo lo que nos gusta. Ahora, la ciencia vuelve a hablar, y lo hace con evidencia sólida. Beber con moderación no es un acto de salud, y aunque el mensaje pueda resultar antipático o desmoralizante, es necesario.
En tiempos donde se discute tanto sobre la posverdad, el relativismo y la confianza en la evidencia científica, este tipo de correcciones resulta crucial. No porque impongan una moral sobre el consumo, sino porque devuelven a la ciencia su rol de brújula ética frente a los intereses económicos, las creencias populares o los deseos individuales. Quizás no cambiemos nuestras costumbres de la noche a la mañana. Pero al menos sabremos, cada vez que alcemos una copa, que ya no se trata de un gesto de autocuidado. Que el brindis podrá seguir siendo por amor, por amistad, por un deseo compartido. Pero no, nunca más, por salud.
1
Elegir bebidas con un menor ABV (alcohol por volumen): una forma eficaz de reducir la exposición al etanol es preferir, en general, aquellas bebidas con un porcentaje más bajo de alcohol. Por ejemplo, si se comparan dos cervezas del mismo tamaño, la que tiene un 4% de ABV expondrá al cuerpo a la mitad del etanol que una con 8%.
2
Atender al tipo de bebida y su contenido alcohólico promedio: en líneas generales, la cerveza contiene menos etanol por volumen que el vino, y el vino menos que los licores fuertes como el vodka o el tequila. No obstante, dentro de cada categoría hay grandes variaciones: algunas cervezas pueden tener más ABV que ciertos vinos.
3
Ser consciente del tamaño de la porción estándar: la cantidad de etanol puede ser similar entre distintas bebidas si se considera la ración estándar: 350 ml de cerveza al 5 % de ABV, 150 ml de vino al 12 % o 44 ml de licor al 40 %. Saber esto ayuda a comparar correctamente y a elegir con mayor información.
4
Evitar cócteles con múltiples tipos de alcohol o mezclados con cafeína: los cócteles pueden tener una composición alcohólica difícil de calcular, sobre todo si incluyen varios licores o ingredientes como jugos y refrescos. Además, mezclar alcohol con cafeína puede enmascarar los efectos de la embriaguez y llevar a un consumo mayor.
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